martes, septiembre 02, 2008

Hasta siempre, Papá


















El 02 de septiembre de 2008 murió Ángel Rejón Pérez, mi padre.

Le quisimos mucho.



Y aprendimos mucho con él.

El cuerpo muere, pero el Ser nunca muere.




sábado, agosto 16, 2008

Rumbo a Japón

Yo salía de Madrid a las 07:40 y llegaba a Munich a las 10:10.
A había partido de São Paulo el día anterior y ya llevaba varias horas esperándome en el aeropuerto.
Nuestra planificación e ingeniería de viajes había localizado una escala para que una brasileña y un español, afincados (de momento) en sus respectivos países de origen, pudieran viajar juntos a Japón.

Esa mañana, cogí el avión habiendo dormido poco, no porque fuera pronto (que lo era), sino porque, para variar, estuve hasta horas intempestivas terminando de hacer la maleta.
Al sentarme, sin embargo, comprobé que mis ojos y mi percepción estaban más abiertos que de costumbre.
Ávidos de imágenes.
De novedad.
De Viaje.
Así que disfruté del vuelo:
Las estribaciones secas, suaves y amplias de los Pirineos;
las cumbres blancas, los perfiles agrestes y el verdor de los Alpes;
la textura de las nubes;
la vista de Ginebra, literalmente encajada entre montañas, poblando la orilla norte del alargado lago Leman;
una cresta afilada y una sucesión de picos dispuestos como una espina dorsal;
algunos bosques… Debería haber más. Y más grandes.
De pronto: ¡Munich!

Teníamos ganas de tocarnos, de besarnos, de contarnos y de preguntarnos mil cosas.
Después de un rato, decidimos hidratarnos a base de cerveza germana.
Comenzó a sonar “Other side” de Red Hot Chili Peppers. Después, “Big in Japan” de Alphaville.
“¡Qué propio! ¡Y qué buenas!”, pensé, y me acordé de aquella vez en aquel restaurante de São Paulo en el que las notas de la versión acústica de “Summer of 69” de Bryan Adams me pusieron la carne de gallina.
Hay canciones que llevamos con nosotros.
O quizá nos acompañan porque vibran a la misma frecuencia que nuestras emociones.
A se puso la camiseta de la selección española de fútbol (¡Campeona de Europa!) que le acababa de regalar.
Yo cogí mi moleskine y, remedando a mi amiga la Srta. Honeychurch en su viaje a Japón, escribí el haiku del día:

Cerveza de trigo, salchicha alemana y,
en los ojos de mi Amor,
el sueño de Japón

martes, julio 08, 2008

140 caracteres

No sé si es un vicio pasajero, un reto temporal o una necesidad canalizada, pero me he introducido con fuerza en twitter de la mano de Fernando.

Todavía estoy en fase de experimentación, así que me resulta difícil (y precipitado) extraer conclusiones definitivas. Además, no tengo la intención de teorizar sobre el fenómeno, pero sí me gustaría reflexionar sobre algunos puntos.

Con twitter, estoy conectado con Fernando (y con Amalia, ¿y con Mari Cruz? y con todo el que quiera seguirme y/o al que yo quiera seguir) de una manera novedosa y más potente en ciertos aspectos que el correo electrónico.

Tipo de comunicación

Yo no envío un mensaje a una persona, a un grupo, o a todos mis contactos, sino que escribo algo que deposito y que recibe todo aquel que haya decidido seguirme o que visite mi página en twitter.
En ese sentido, es como publicar en un pequeño blog (microblog): los lectores reciben una notificación cuando se actualiza o lo visitan cuando quieren.
Sin embargo, no es necesario abrir ningún correo para ver una actualización: twitter te presenta encadenados los mensajes de las personas a las que sigues con los tuyos propios.

Longitud de los mensajes
Cada entrada o twit está limitada a 140 caracteres. Sólo por eso, todas las empresas deberían obligar a sus empleados a utilizarlo en aras de una mayor creatividad, concreción, precisión y selección del lenguaje.
A mí, eso me ha fascinado.
Me ha recordado los libros de haikus que me llevo a Japón y me ha parecido una oportunidad para escribir algunos, tratando de captar la esencia del momento presente.
Se lo comenté a Fernando, o, mejor dicho, lo escribí en un twit, Fernando lo leyó y me envió un mensaje directo (que también se puede hacer) para comentarme que existe una herramienta similar a twitter llamada jaiku...
La ventaja de los mensajes cortos es que los puedes escribir en cualquier momento y también en cualquier lugar, si dispones de un dispositivo portátil o móvil.

Tipo de contenido
Yo escribo una frase sobre lo que estoy haciendo, lo que estoy pensando, lo que estoy leyendo, un link a las páginas web que estoy visitando, lo que estoy escuchando y, desde hoy, alentado por Héctor, el otro gurú de la Agenda Estratégica, escribo algunas reflexiones personales que hemos denominado conjuntamente "mystic thoughts of the day"...

Es como llevar una moleskine permanente cuyo contenido deseas compartir.

Anímate, ¡sígueme en twitter!

lunes, junio 23, 2008

¡Ay, ministra!

Con lo bien que habrías quedado.
Con lo mucho que habría valorado tanta gente que tuvieras la humildad, la sencillez y la autoestima de rectificar.
Ningún político las tiene.
Al menos, en este país.

Con la lección que habrías dado a tantos, reconociendo llanamente, mansamente, que, como todo el mundo, te puedes equivocar.

Con lo que podías haber aprendido tú y nos podías haber enseñado a todos: que el exceso de celo puede conducir a distorsionar la realidad y el lenguaje.

Con lo a gusto que te habrías quedado.

Pero elegiste otro camino.
Te hiciste bicho-bola, cerraste los ojos y apretaste los dientes.
Y te dedicaste a justificar la tremenda coz que le habías dado al castellano.

No me sorprende que te criticaran hasta en tu propio partido: es tan ridículo tratar de imponer una fantasía lingüística como “miembra”; es tan esperpéntico anhelar que aparezca en el diccionario de la Real Academia Española; eso sí, es taaaaan divertido que alguien crea que “fistro” puede figurar entre sus páginas…
¿O es “finstro”?
Yo, por si acaso, me puse a buscar también “peich” y “gromenauer”.
Y, luego, como me sentí agraviado en mi masculinidad, reivindiqué “motoristo” y “psicópato”, que fueron las dos primeras palabras que se me ocurrieron.

¡Ay, ministra!
¿Cómo puedes ser capaz de semejantes dislates?
Qué lástima y qué pena tan grande…

lunes, mayo 19, 2008

Cracker


Todo comenzó en octubre del 2007.
Estábamos cenando en el
Druk Hotel de Thimphu, Bhutan, después de una semana de trek estupenda hasta el campo base del Chomolhari (7.326 m).
Mientras el camarero nos preguntaba de dónde éramos, qué tal había sido nuestro día y qué nos parecía Bhutan, yo trataba de averiguar si era un intento de practicar inglés o la repetición de una cantinela de atención al cliente para la que le habían adiestrado.
Sus facciones parecían indias, como las de la multitud de obreros que trabajan en la construcción de carreteras en el reino del Dragón de Trueno. Pero, luego, al referirse a Bhutan como su país, me di cuenta de que pertenecía a la minoría de habitantes de etnia nepalí. Era novedoso para nosotros, porque la gran mayoría de la población es prima-hermana de los tibetanos en cuanto a rasgos y cultura.

You are very strong”, dijo, de pronto, mirándome fijamente.
Hombre, que se lo digan a Jorge, que va al gimnasio desde hace años, vale, pero... ¿a mí?
Nos empezamos a reír, con cierto nerviosismo, en mi caso, y con incredulidad, en el caso de Jorge y Jose, hasta que el camarero nos aclaró que yo le recordaba a un luchador de Pressing Catch que lleva un pañuelo rojo en la cabeza parecido al mío.
¡Ah!
Esa noche, martes, en un Om Bar casi desierto, nos acodamos a la barra con una cerveza y nos pusimos a ver la televisión. La programación era casi exclusivamente cricket y... ¡Pressing Catch!
Ninguno de los sujetos llevaba pañuelo, pero, con dos compañeros de viaje como los míos, el mal ya estaba hecho y, mi fama de luchador, lanzada irremisiblemente.
Unos días después, regresando del valle de Punakha hacia la capital, paramos en un pueblo a estirar las piernas. A la salida de un colegio, comenzamos a charlar con tres chavales de 8 años: uno, de ojos muy rasgados y sonrisa generosa, con pinta de ser más listo que el hambre; otro, moreno, con ojos grandes, entre indios y nepalíes, que no se quedaba atrás; y el tercero, de mirada pícara, que parecía el más simpático y travieso del grupo.
Tres niños encantadores que hablaban inglés por los codos, como todos los niños en Bhutan.
Nos estuvieron enseñando sus mochilas, sus cuadernos del colegio y sus estuches. Jorge y Jose se percataron de que llevaban pegatinas de luchadores de Pressing Catch, así que se apresuraron a decirles que yo también lo era.
Se les iluminó la cara.
De repente, sólo tenían ojos para mí, llenos de entusiasmo y admiración.
Y una inmensa y deliciosa curiosidad.
Les comenté que trabajaba en muchos países y que mis combates todavía no se emitían en la vecina India o en Bhutan porque una televisión americana tenía la exclusiva. También les dije que, efectivamente, era muy fuerte y, aunque solía ganar siempre, me apiadaba de mis adversarios y trataba de no hacerles demasiado daño…
Claro, también me preguntaron cuál era mi nombre.

A mi mente podrida acudió un sin fin de nombres, más propios de un actor porno consagrado que de un luchador.
No podía pronunciarlos delante de unos niños estupendos que ya se encargarían otras experiencias de estropear.
Así que Jorge vino en mi ayuda y, antes de sucediera una catástrofe, espetó: “¡Cracker!”
Así nació mi leyenda de luchador en Bhutan.

jueves, mayo 15, 2008

Once




Es lógico que Norbi la recomendara.
Once es una película donde la música está presente todo el tiempo.
La película es música.
Aunque también es cierto que la banda sonora sin las imágenes, sin la historia, constituye una experiencia incompleta.
Quedaba poca gente por embarcar y el avión se disponía a despegar rumbo a Sao Paulo, rumbo a mi Amor.
Rumbo a A.
Mi tarjeta de embarque rezaba [vuelo] IB 6827 [puerta] RSU [embarque] 23:30 [asiento] 34L.
Tenía preasignada la ventanilla, pero, al ir a sentarme, comprobé que un señor mayor ya la había ocupado. Así que me senté a su lado celebrando la posibilidad de estirar las piernas por el pasillo.
Me dio tiempo a descalzarme, a ojear unas cuantas páginas del periódico y a encajar en el bolsillo del asiento la guía de Japón que me había propuesto estudiar durante el viaje.
De pronto, otro pasajero se paró a mi lado y, muy amablemente, me hizo saber que yo ocupaba su asiento.
Vaya.
El señor mayor se debía de haber confundido de fila.
Sacamos las tarjetas de embarque y comprobamos, sorprendidos, que los dos teníamos asignado el mismo asiento. Así que le entregué las tarjetas a una azafata para que hiciera las comprobaciones oportunas.
Me comentó que era extraño, que el vuelo estaba lleno y que vería lo que se podía hacer.
Yo comencé a imaginarme las 10 horas de vuelo sentado con la tripulación...
O en el suelo.
Lo único que tenía claro es que no me iba a bajar de aquel avión por mucha confusión u overbooking que pudiera haber habido.
Estuvimos esperando un ratito los dos señores brasileños y yo, comentando, muy educadamente y en portuñol, lo curioso de la situación, hasta que una azafata distinta de la anterior se acercó, preguntó por el “Sr. Rejón” y me tendió una tarjeta de embarque con “mi nuevo asiento”: ¡2H!
Cogí mi mochila y mi chaqueta azul con las letras b, r, a, s, i, l bordadas, me despedí de mis compañeros y me dirigí exultante a la zona Business.
En los vuelos de Iberia que cruzan el charco, los asientos de la zona Business son enormes, se tumban casi como una cama, las azafatas son amabilísimas, te ponen una copita de vino antes de cenar, luego un mantelito y unos cubiertos de verdad, tienes una pantallita giratoria sólo para ti y un montón de películas de estreno donde elegir.
Yo me sentía un poco Alfredo Landa, con mi copa de vino dulce en una mano y mi segundo postre en otra.
Antes de dormir durante más de 6 horas seguidas, decidí ver aquella película que Norbi había recomendado y que había dejado un tanto indiferente a Feli.
Once.
Resultó que era una historia bonita, sencilla, no convencional. ¿De amor?
Dos personajes que se buscan, se equivocan, pero confían en lo que sienten y son auténticos.
Y sueñan.
Y la música de Glen Hansard, el actor protagonista, que está presente todo el tiempo y envuelve la historia.
Me encantó verla.
Es lógico que Norbi la recomendara.

jueves, abril 17, 2008

Tips of the day

Esta es una de esas entradas que lleva esperando Ismael desde hace algún tiempo.
En primer lugar, es un nuevo post: vale que uno no se plantee escribir todos los días, pero una vez cada 2 meses…
Y segundo: ¡no voy a hablar de A!
¿Seré capaz?
Consejo del día 1: No vuelvas a comer en el Pizza Jardín del centro comercial Moraleja Green.
La verdad es que las opciones para comer en los alrededores de Distrito C empiezan a ser preocupantes.
Alguien vio una cucaracha en su plato en el Tao.
Alguien vio una cucaracha en su plato en el Tony Roma’s.
Conclusión: o hay alguien que, en ocasiones, ve cucarachas, o, en el centro comercial, haberlas hailas.
En el Pizza Jardín, hasta la fecha, yo no he visto cucarachas, pero, después de comer con Puli ayer, lo que me llevé a la oficina fue una gastroenteritis aguda.
Al principio, sientes un malestar general. Después, visitas el baño para comprobar que la diarrea galopante no es patrimonio exclusivo de un viaje a la India. Luego, empiezas a vomitar. Y, finalmente, vas alternando orificios mientras te vacías, te quedas sin fuerzas y te sientes profundamente mareado.
De pronto, me llama Agustín, que ya estaba al tanto de que no me encontraba bien.
O quizá me echaba en falta en mi mesa “haciendo estrategias”…
La situación en la que me encontraba --sentado en la taza del váter con las piernas dormidas-- no era la más idónea para coger el teléfono, pero fue como si me arrojasen un salvavidas en un momento de desesperación: “me encuentro fatal; creo que necesito que alguien me lleve a urgencias”.
Dicho y hecho.
Este Agustín no es un jefe de Estrategia: es como un padre para nosotros.
En urgencias, sólo esperamos dooos horas a que me atendieran, así que aprovechamos para contarnos anécdotas y experiencias de pupas varias.
Con P de puPas.
Después, me pusieron una vía por la que fueron enchufando suero, primperán (para las náuseas) y paracetamol, y luego me llevaron a hacerme una placa.
Ese fue el momento.
Cuando me pidieron, que me subiera la camisa, me bajara los pantalones y me tumbara en la camilla, en ese orden, me acordé.
¿Conoces el clásico slip cutre blanco, marca “Sporting”, comprado a dos duros en el mercadillo de Denia, que te deja fuera alguno de los huevecillos?
¿Ese que no te pones nunca, a menos que no exista ninguna posibilidad de que alguien te vea en ropa interior?
¡Vamos, hombre! Todo el mundo tiene (o ha tenido) alguno de éstos.
Pues yo me acordé en ese momento de que lo llevaba puesto…
Consejo del día 2: Viste siempre tus vergüenzas de gala. Nunca sabes a qué altura te quedarán los pantalones al final del día.

domingo, febrero 24, 2008

A night in Rio

En Brasil no se celebra la “Nochevieja” sino el “Año Nuevo” y emplean la palabra francesa (Réveillon) para designar la fiesta.

Conocía la fama del Réveillon de Río de Janeiro, pero, después de haberlo vivido este año, lo que me cuesta creer es que haya otros lugares en el mundo donde la Nochevieja adquiera semejantes dimensiones y esplendor.

En los días anteriores al Réveillon, Río es un hervidero de gente. Hay muchos cariocas disfrutando de los rincones de su ciudad y de sus playas. También abundan los turistas, que se dejan ver --cómo no-- por el Pão de Açucar, el Cristo Redentor do Corcovado, la playa de Ipanema o los ensayos de las escuelas de samba clásicas, como Mangueira (donde fuimos nosotros) o Salgueiro.
Rincones únicos y singulares en un enclave de excepción.
Pero todo el mundo está inmerso en un oleaje de preparativos y expectación.

Pasamos el día 31 en la playa de Ipanema, tumbados en nuestras kangas (pareos), tostándonos al sol, dándonos cremita, zambulléndonos por turnos en el océano, compartiendo un agua de coco o un helado de mango.
Besándonos.
No queríamos pagar el dineral que costaba una cena de Réveillon en una terraza con vistas a la playa de Copacabana, suponiendo que hubiera sitio en alguna de ellas.
Tampoco nos encajaba la opción de cenar en nuestro hotel, así que nos sentamos en una terraza de Ipanema a las siete de la tarde, a refrescarnos con unos chopes (cerveza de barril) y dar buena cuenta de un picadinho carioca.
Fue una cena tremendamente sencilla, probablemente la más económica que haya degustado en Nochevieja, pero el ambiente estaba impregnado de dulzura y de intensidad: me deleitaba recibiendo las caricias del sol sobre mi cara, valorando el instante presente de estar con mi Amor en Río, al otro lado del océano, en verano y en fin de año (¡!).
Me emocionó poderlo compartir por teléfono con mis padres y mis hermanos, y bromeamos sobre las delicias que había preparado La Rejoncilla en Aravaca y que yo me estaba perdiendo.
Nos fuimos al hotel a ducharnos, a cambiarnos y vestirnos de blanco, como todos en la noche de Réveillon, pero nosotros nos pusimos, además, unas havaianas blancas con la bandera de España que había comprado A.
Rellené nuestra bolsa-nevera-patrocinada-por-Telefónica con latas de cerveza Skol y la botella de cava que había traído desde España. A se encargó de las flores que íbamos a ofrecer a Iemanjá, la orisha y diosa del mar en la religión Yoruba, adoptada por muchas religiones afro-brasileñas.
Mandé unos SMS para compartir mi excitación y mis mejores deseos, y salimos hacia la playa de Copacabana sobre las diez, hora local.
En las calles, nos íbamos fundiendo en una inmensa marea blanca, junto a miles y miles de personas.
En la playa, había altavoces gigantescos, carpas, escenarios con DJs y todo tipo de gente: familias enteras sentadas en sillas de playa, muchas parejas, grupos de amigos, gente de todos los colores y clase social, favela kids, guiris, un comentarista chino deseando “feliz ano novo” a la cámara y media playa aplaudiendo su acento chino-brasileiro…
Los edificios en primera línea albergaban cenas de lujo en hoteles y restaurantes, o fiestas privadas en áticos y terrazas. Las siluetas que se adivinaban eran muy sugerentes, como en un anuncio de Martini.
“Tiene que ser increíble ver la playa de Copacabana desde arriba”, pensé, pero me alegré de estar en el meollo, participando y observando desde dentro.
No teníamos reloj, ni siquiera el móvil, así que nos guiábamos por la expectación creciente que sentíamos a nuestro alrededor.
De pronto, un chasquido.
Una explosión de luz y color.
Y comenzó un espectáculo de fuegos artificiales encima del mar, lanzados desde diferentes ángulos y cubriendo, de manera creciente, la inmensidad del cielo.
Grandioso.
La música de fondo se diluía entre el sonido de los petardos y cohetes y los gritos de júbilo a nuestro alrededor. Yo me sentía feliz y emocionado como un niño pequeño al que le hubieran dejado entrar en el castillo de sus sueños. Con lágrimas en los ojos, A y yo nos empezamos a besar. La gente a nuestro alrededor se abrazaba, se besaba, brindaba, sonreía, sonreía a los demás, se sacaba fotos, se ofrecía a sacar fotos a los demás.
Un ambiente de fiesta y unidad.
Después de casi 20 minutos de fuegos artificiales, abandonamos nuestro lugar estratégico en el extremo sur de Copacabana, para llegar a Ipanema en un abrir y cerrar de ojos, anticipándonos a muchos de los que habían decidido seguir la fiesta allí.
Disponíamos, de repente, de una playa casi desierta para cumplir nuestro compromiso con Iemanjá: saltar siete olas cogidos de la mano y ofrecerle gladiolos blancos.
Descorchamos nuestra botella de Freixenet y nos quedamos tumbados en la arena, muertos de risa y empapados.
Hasta que decidimos regresar al hotel.
Es probable que haya sido la noche más increíble de mi vida.

viernes, febrero 01, 2008

Brasil



El 2007 ha sido mi año más viajero: Cuba en mayo; Bhutan y Tibet en octubre; y, para finalizar el año y acoger el que empieza, Brasil.
Viajar.
Es lo que más me gusta en el mundo.
Junto con hacer el amor, actuar y meditar.
No tengo claro en qué orden.
Siempre me pongo nervioso al hacer la maleta, desde que comienzo a prepararla unos días antes de partir, hasta el momento de subirme en el avión, pero me encanta el sabor del rumbo hacia algo nuevo, hacia algo por explorar.
En este viaje, sin embargo, los nervios eran distintos. Hacía cuatro meses que no la veía, casi tanto tiempo como el que habíamos estado juntos y nos habíamos amado, aquí en Madrid.
Y en Venecia, y en Pedraza, y en Trujillo, y en Salamanca
La distancia es un sonido en la mente que alimenta la incertidumbre.
El miedo también, a veces.
Así que preferí dar mi atención a la serena convicción de estar realizando un viaje fundamental, en un momento clave de mi vida.
A mis mejores amigos les conté que, en realidad, me habría ido al desierto de los Monegros con una tienda de campaña y una manta, y habría disfrutado de la nochevieja más bonita de mi vida, siempre que la pasáramos juntos.
Nos encontramos en el aeropuerto de Río de Janeiro.
Mientras esperaba que mis maletas se asomaran por la boca de la cinta transportadora, trataba de regularizar los latidos de mi corazón y hacerme cargo del lugar en el que estaba y por qué había venido.
De pronto, sonó mi teléfono móvil.
Entre risas nerviosas, compartimos nuestra emoción: “¡Mi Amor, me va a dar algo si no te veo en unos momentos!” “¡A mí también! ¡Mis maletas no salen!”
Crucé la aduana como una exhalación. La puerta de salida también. Cuando nuestros ojos se encontraron, me invadieron unas ganas de llorar y de saltar de alegría, al mismo tiempo.
Me eché a correr arrastrando mis bultos y no alcancé a rodear la cinta que delimita la zona de espera, sino que me abalancé sobre A, la abracé con todas mis fuerzas y comenzamos a besarnos con el ansia que el náufrago Pi Pattel habría mostrado al beber un vaso de agua dulce.
Los encuentros nunca son como te los habías imaginado.
Nada en la vida lo es, en realidad.
En mi caso, siempre son menos cinematográficos.
Pero nunca me defraudan.
¿Brasil? Ha sido nuestra luna de miel.