domingo, febrero 24, 2008

A night in Rio

En Brasil no se celebra la “Nochevieja” sino el “Año Nuevo” y emplean la palabra francesa (Réveillon) para designar la fiesta.

Conocía la fama del Réveillon de Río de Janeiro, pero, después de haberlo vivido este año, lo que me cuesta creer es que haya otros lugares en el mundo donde la Nochevieja adquiera semejantes dimensiones y esplendor.

En los días anteriores al Réveillon, Río es un hervidero de gente. Hay muchos cariocas disfrutando de los rincones de su ciudad y de sus playas. También abundan los turistas, que se dejan ver --cómo no-- por el Pão de Açucar, el Cristo Redentor do Corcovado, la playa de Ipanema o los ensayos de las escuelas de samba clásicas, como Mangueira (donde fuimos nosotros) o Salgueiro.
Rincones únicos y singulares en un enclave de excepción.
Pero todo el mundo está inmerso en un oleaje de preparativos y expectación.

Pasamos el día 31 en la playa de Ipanema, tumbados en nuestras kangas (pareos), tostándonos al sol, dándonos cremita, zambulléndonos por turnos en el océano, compartiendo un agua de coco o un helado de mango.
Besándonos.
No queríamos pagar el dineral que costaba una cena de Réveillon en una terraza con vistas a la playa de Copacabana, suponiendo que hubiera sitio en alguna de ellas.
Tampoco nos encajaba la opción de cenar en nuestro hotel, así que nos sentamos en una terraza de Ipanema a las siete de la tarde, a refrescarnos con unos chopes (cerveza de barril) y dar buena cuenta de un picadinho carioca.
Fue una cena tremendamente sencilla, probablemente la más económica que haya degustado en Nochevieja, pero el ambiente estaba impregnado de dulzura y de intensidad: me deleitaba recibiendo las caricias del sol sobre mi cara, valorando el instante presente de estar con mi Amor en Río, al otro lado del océano, en verano y en fin de año (¡!).
Me emocionó poderlo compartir por teléfono con mis padres y mis hermanos, y bromeamos sobre las delicias que había preparado La Rejoncilla en Aravaca y que yo me estaba perdiendo.
Nos fuimos al hotel a ducharnos, a cambiarnos y vestirnos de blanco, como todos en la noche de Réveillon, pero nosotros nos pusimos, además, unas havaianas blancas con la bandera de España que había comprado A.
Rellené nuestra bolsa-nevera-patrocinada-por-Telefónica con latas de cerveza Skol y la botella de cava que había traído desde España. A se encargó de las flores que íbamos a ofrecer a Iemanjá, la orisha y diosa del mar en la religión Yoruba, adoptada por muchas religiones afro-brasileñas.
Mandé unos SMS para compartir mi excitación y mis mejores deseos, y salimos hacia la playa de Copacabana sobre las diez, hora local.
En las calles, nos íbamos fundiendo en una inmensa marea blanca, junto a miles y miles de personas.
En la playa, había altavoces gigantescos, carpas, escenarios con DJs y todo tipo de gente: familias enteras sentadas en sillas de playa, muchas parejas, grupos de amigos, gente de todos los colores y clase social, favela kids, guiris, un comentarista chino deseando “feliz ano novo” a la cámara y media playa aplaudiendo su acento chino-brasileiro…
Los edificios en primera línea albergaban cenas de lujo en hoteles y restaurantes, o fiestas privadas en áticos y terrazas. Las siluetas que se adivinaban eran muy sugerentes, como en un anuncio de Martini.
“Tiene que ser increíble ver la playa de Copacabana desde arriba”, pensé, pero me alegré de estar en el meollo, participando y observando desde dentro.
No teníamos reloj, ni siquiera el móvil, así que nos guiábamos por la expectación creciente que sentíamos a nuestro alrededor.
De pronto, un chasquido.
Una explosión de luz y color.
Y comenzó un espectáculo de fuegos artificiales encima del mar, lanzados desde diferentes ángulos y cubriendo, de manera creciente, la inmensidad del cielo.
Grandioso.
La música de fondo se diluía entre el sonido de los petardos y cohetes y los gritos de júbilo a nuestro alrededor. Yo me sentía feliz y emocionado como un niño pequeño al que le hubieran dejado entrar en el castillo de sus sueños. Con lágrimas en los ojos, A y yo nos empezamos a besar. La gente a nuestro alrededor se abrazaba, se besaba, brindaba, sonreía, sonreía a los demás, se sacaba fotos, se ofrecía a sacar fotos a los demás.
Un ambiente de fiesta y unidad.
Después de casi 20 minutos de fuegos artificiales, abandonamos nuestro lugar estratégico en el extremo sur de Copacabana, para llegar a Ipanema en un abrir y cerrar de ojos, anticipándonos a muchos de los que habían decidido seguir la fiesta allí.
Disponíamos, de repente, de una playa casi desierta para cumplir nuestro compromiso con Iemanjá: saltar siete olas cogidos de la mano y ofrecerle gladiolos blancos.
Descorchamos nuestra botella de Freixenet y nos quedamos tumbados en la arena, muertos de risa y empapados.
Hasta que decidimos regresar al hotel.
Es probable que haya sido la noche más increíble de mi vida.

viernes, febrero 01, 2008

Brasil



El 2007 ha sido mi año más viajero: Cuba en mayo; Bhutan y Tibet en octubre; y, para finalizar el año y acoger el que empieza, Brasil.
Viajar.
Es lo que más me gusta en el mundo.
Junto con hacer el amor, actuar y meditar.
No tengo claro en qué orden.
Siempre me pongo nervioso al hacer la maleta, desde que comienzo a prepararla unos días antes de partir, hasta el momento de subirme en el avión, pero me encanta el sabor del rumbo hacia algo nuevo, hacia algo por explorar.
En este viaje, sin embargo, los nervios eran distintos. Hacía cuatro meses que no la veía, casi tanto tiempo como el que habíamos estado juntos y nos habíamos amado, aquí en Madrid.
Y en Venecia, y en Pedraza, y en Trujillo, y en Salamanca
La distancia es un sonido en la mente que alimenta la incertidumbre.
El miedo también, a veces.
Así que preferí dar mi atención a la serena convicción de estar realizando un viaje fundamental, en un momento clave de mi vida.
A mis mejores amigos les conté que, en realidad, me habría ido al desierto de los Monegros con una tienda de campaña y una manta, y habría disfrutado de la nochevieja más bonita de mi vida, siempre que la pasáramos juntos.
Nos encontramos en el aeropuerto de Río de Janeiro.
Mientras esperaba que mis maletas se asomaran por la boca de la cinta transportadora, trataba de regularizar los latidos de mi corazón y hacerme cargo del lugar en el que estaba y por qué había venido.
De pronto, sonó mi teléfono móvil.
Entre risas nerviosas, compartimos nuestra emoción: “¡Mi Amor, me va a dar algo si no te veo en unos momentos!” “¡A mí también! ¡Mis maletas no salen!”
Crucé la aduana como una exhalación. La puerta de salida también. Cuando nuestros ojos se encontraron, me invadieron unas ganas de llorar y de saltar de alegría, al mismo tiempo.
Me eché a correr arrastrando mis bultos y no alcancé a rodear la cinta que delimita la zona de espera, sino que me abalancé sobre A, la abracé con todas mis fuerzas y comenzamos a besarnos con el ansia que el náufrago Pi Pattel habría mostrado al beber un vaso de agua dulce.
Los encuentros nunca son como te los habías imaginado.
Nada en la vida lo es, en realidad.
En mi caso, siempre son menos cinematográficos.
Pero nunca me defraudan.
¿Brasil? Ha sido nuestra luna de miel.