lunes, junio 23, 2008

¡Ay, ministra!

Con lo bien que habrías quedado.
Con lo mucho que habría valorado tanta gente que tuvieras la humildad, la sencillez y la autoestima de rectificar.
Ningún político las tiene.
Al menos, en este país.

Con la lección que habrías dado a tantos, reconociendo llanamente, mansamente, que, como todo el mundo, te puedes equivocar.

Con lo que podías haber aprendido tú y nos podías haber enseñado a todos: que el exceso de celo puede conducir a distorsionar la realidad y el lenguaje.

Con lo a gusto que te habrías quedado.

Pero elegiste otro camino.
Te hiciste bicho-bola, cerraste los ojos y apretaste los dientes.
Y te dedicaste a justificar la tremenda coz que le habías dado al castellano.

No me sorprende que te criticaran hasta en tu propio partido: es tan ridículo tratar de imponer una fantasía lingüística como “miembra”; es tan esperpéntico anhelar que aparezca en el diccionario de la Real Academia Española; eso sí, es taaaaan divertido que alguien crea que “fistro” puede figurar entre sus páginas…
¿O es “finstro”?
Yo, por si acaso, me puse a buscar también “peich” y “gromenauer”.
Y, luego, como me sentí agraviado en mi masculinidad, reivindiqué “motoristo” y “psicópato”, que fueron las dos primeras palabras que se me ocurrieron.

¡Ay, ministra!
¿Cómo puedes ser capaz de semejantes dislates?
Qué lástima y qué pena tan grande…