domingo, abril 01, 2007

Viaje a Loarre







Me encantan los rincones que tenemos en este país.
Me encantan los descubrimientos que se pueden hacer en un fin de semana, casi por casualidad, cuando los reveses meteorológicos se convierten en oportunidad.
H
abíamos ido a esquiar a Formigal. En realidad, regresábamos a Sallent de Gállego después de que Lidia nos hubiese descubierto que este pueblo no es sólo una excelente base para esquiar, sino un hermoso paraje del Valle de Tena donde es posible darse homenajes de comida casera (o de diseño) todas las noches.
Resultó que este invierno tan ¿extraño? había dejado las pistas con poca nieve. Así que “esquiar” más allá de las 12:30 dejaba de ser un placer y se convertía en un eufemismo para justificar el forfait de jornada completa…
¿Qué hacer entonces?
Decidimos regresar al hotel y aprovechar la tarde para dar una vuelta por los alrededores. Entre los itinerarios posibles (a cual más tentador), nos decantamos por un recorrido coronado por la visita al castillo de Loarre, del que tanto había oído hablar desde que Ridely Scott rodó “El reino de los cielos” y que se había convertido en uno de mis objetivos-de-escapada de este año.
Fue una tarde al más puro estilo calco-super-diversión, donde cada nueva parada superaba a la anterior en belleza y esplendor, y todo lo que sucedía, aunque fuera improvisado, parecía orquestado por una batuta maestra.
La primera parada fue Santa Cruz de la Serós, un pueblo declarado Conjunto Histórico-Artístico del Camino de Santiago, con una iglesia sorprendente (por su altura) en medio de la plaza. Nos apostamos en una terraza que habíamos fichado nada más llegar y dimos buena cuenta de unas migas y de unas claras-con-limón.
El monasterio de San Juan de la Peña está a escasos kilómetros, un poco más arriba, y es un Monumento Nacional sobrio, pero espectacular, bajo una inmensa visera de roca. Nos quedamos con las ganas de visitar el prometedor claustro románico, pero queríamos llegar a Loarre antes del cierre.
De camino, nos detuvimos a contemplar los Mallos de Riglos. Los Mallos son unas formas rocosas inmensas y caprichosas que parecen una manifestación artística de la naturaleza. Los estuvimos llamando “Riglos de Mayo” hasta que nos dimos cuenta de que “Riglos” es el pueblo que se encuentra a los pies de los “Mallos”. Bueno, y hasta que leímos las señales de la carretera, también…
Finalmente, llegamos al castillo de Loarre a tiempo para la última visita guiada. Lo que suponíamos un grupo de (máximo) ocho personas, se había convertido en una especie de congregación de turistas-aspirantes-a-humorista, dispuestos a hacer más comentarios que el propio guía y en un tono supuestamente gracioso. Así que Jose y yo decidimos perdernos y realizar la visita por nuestra cuenta, mientras Jorge se mantenía en la periferia del grupo.
Los interiores del castillo y del monasterio adyacente son espléndidos. Pero lo que me dejó boquiabierto es el enclave: un ensueño geográfico y estratégico. Desde la carretera que une el pueblo con el castillo, parece un nido de águilas desde el que se divisa toda la región: una llanura inmensa, hasta donde se pierde la vista, jalonada de almendros en flor. Es lo bueno del mes de marzo...
Desde un pequeño promontorio al que nos llevó Jose, asistimos a una puesta de sol de las que estremecen. Como si el cielo y el sol se conjuraran para ofrecer un repertorio de luz y color creciente en intensidad y hermosura. O como dirían los americanos: una estampa absolutamente “dramática”...
Extasiados, sacamos estas fotos y nos despedimos de Loarre con unas cañas en un bar cercano. Nos invitó Clemen, un compañero de Jose, oriundo del lugar, que nos recibió con los brazos abiertos.
Qué hermoso país. Qué buena gente.

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