domingo, diciembre 26, 2010

Terry


20091225 Isla de Pascua 306
Originally uploaded by blogmulo
Isla de Pascua, Chile

Poco después de aterrizar en el pequeño aeropuerto de Hanga Roa --la única población de la isla--, Nicolás nos recibió con una gran sonrisa y un collar de flores tradicional de la Polinesia. Al día siguiente, al pie de un Ahu (altar) coronado por imponentes moais, nos explicó que había heredado de su padre santiagués la gran estatura y de su madre pascuense los ojos y la tez polinésicos.

Hana fue la encargada de guiarnos por el extremo suroeste de la isla, bordeando unos acantilados cobrizos y el antiguo cráter del volcán Rano Kau, hasta el pueblo ceremonial de Orongo. Era aquí donde los clanes Rapa Nui, después de abandonar misteriosamente la construcción compulsiva de moais, comenzaron a rivalizar celebrando el ritual del “hombre-pájaro”: cada clan designaba a un representante para descender los acantilados, nadar hasta el islote Motu Nui y regresar con un huevo (¡intacto!) de gaviotín pascuense. El primero en regresar se convertía en Tangata Manu (hombre-pájaro) y obtenía para su clan el gobierno de la isla durante un año.
Hana disimulaba la inseguridad propia de su juventud con cierta altivez, miraba con ojos grandes, casi desafiadores, y, al sonreír, parecía tomar conciencia de su belleza polinésica, morena y exuberante.

El guía asignado para mostrarnos la gran cantera de moais de Rano Raraku y las playas de Anakena y Ovahe se llamaba Terry.
Al escuchar un nombre que no era ni español ni pascuense, pensé en un joven que se había rebautizado con un nombre corto anglosajón para parecer más cool o para integrarse mejor con los turistas occidentales.
Apareció, sin embargo, un hombre cercano a la cuarentena, con barba rala y pelo largo sujetado por un pañuelo. Yo lo habría definido como “rubio” pero cualquier mujer me habría corregido recordando que ese-color-de-pelo-se-llama-“castaño”.
Sus ojos se ocultaban tras unas gafas de sol de aventura, su tez morena delataba una exposición histórica al sol del Pacífico y su media-sonrisa, permanente o detenida, apuntaba a una inclinación a fumar esa hierba más divertida que el tabaco.
Hablaba poco y únicamente cuando le preguntaban algo. Me costó entenderle en español, sobre todo por su tendencia a comerse el final de las palabras, pero eso ya nos había ocurrido en otros rincones de Chile. En inglés, al dirigirse a John y Kate --la pareja de Washington D.C. que nos acompañaba--, habló con un acento impecable del sur de California.
Vaya.
Terry (de Terence) debía de ser su nombre de verdad, después de todo, propio de un americano que se ganaba la vida como guía de aventura en la Isla de Pascua.
Le pregunté de dónde era, esperando escuchar “San Diego” o “Santa Bárbara”, pero respondió, como si fuese la cosa más evidente del mundo, que era originario de la isla.
Decidí obviar su apariencia física nada-polinésica, e hice hincapié en la naturaleza anglosajona de su nombre.
“Bueno –dijo. Mi madre quería tener una hija que se llamara Teresa. Como llegué yo, decidieron ponerme Terry”.
Menos mal que la idea no era llamar a la niña Magdalena o Ana, pensé yo.

No es que Terry no fuera un buen guía: es que era, básicamente, todo lo contrario a un guía.
Un guía suele esforzarse por transmitirte información, por tratar de agregar valor a cada instante de tu visita, enumerando hechos históricos, contando diversas anécdotas o inventariando plantas y cosas.
Terry no.
Terry nos conducía amablemente a un lugar y prácticamente se limitaba a decirnos su nombre.
Si se lo preguntábamos, claro.
Cuando John le preguntó cómo se llamaba esa florecilla que aparecía por toooooooda la Isla de Pascua --una isla que se caracteriza por la escasa variedad de su vegetación--, Terry contestó que no tenía ni idea.
Lo dijo con total naturalidad, sin ningún tipo de preocupación. Como si le hubieran preguntado por una especie de sapo raríiiiiisima, recién descubierta en la selva amazónica, bautizada con un nombre latino compuesto.
Cualquier otro guía se habría sentido inseguro, decepcionado por no atender bien a sus clientes.
Terry no.
A Terry todo le daba absoluta y olímpicamente igual, pero de una manera tan pacífica y contundente que no resultaba molesta. Simplemente te desarmaba, te divertía y hasta te producía cierta admiración.

Cuando llegamos a una calita escondida llamada Ovahe, pensé que iba a animarse a acompañarnos o, por lo menos, tumbarse en la playa mientras nos dábamos un baño.
Ni siquiera se molestó en cruzar la pequeña verja de entrada.
Señaló vagamente el senderito que había que seguir y mencionó la hora deseable de regreso para el almuerzo.

Algunos días después, Hana nos confirmó que Terry había nacido en la isla, de madre pascuense y padre… californiano.
Parecía saber muchas cosas sobre su compañero, excepto la historia de su nombre.
No sé si le pareció inventada o realmente curiosa, pero me sigue llegando, todavía hoy, el eco de su risa.

2 comentarios:

Fernando Polo dijo...

;-))

Anónimo dijo...

Que cachondo "el Terry" :-)
O.