jueves, diciembre 27, 2007

No expectations

Hace unas semanas estuve en una conferencia en Ginebra.
Nunca había estado en Suiza, con la excepción de la parada técnica que efectuamos en Zurich (o en Berna) en el Inter Rail del 91, que yo aproveché para “tomar prestada” una tableta de chocolate…
Me acuerdo del detalle porque, mientras comentábamos lo rica que estaba y cuán justificada era la fama del chocolate suizo, Araceli, mi novia entonces, censuró mi comportamiento negándose a probar “mercancía robada”.
Llegué a Ginebra con muy pocas expectativas, recordando que Ariane y su familia (“los Freitas”) la habían considerado una escala menor en su periplo europeo de este verano.
Además, hacía un frío que pelaba, “que agacha el nabo”, como diría Jaume, con los campos alrededor de la ciudad -además de las montañas- cubiertos de nieve.
Sin embargo, a partir de la segunda noche, me animé a pasear por el casco antiguo de la ciudad.
Me encantó el sabor a “vieja Europa”: sus callejones medievales empedrados, la arquitectura de los edificios, el grosor de sus muros, las iglesias, las librerías de viejo, las exquisitas galerías de arte, los bares (brasseries) y cafés.
Y entrar en uno de ellos todas las tardes cuando ya tenía las orejas heladas y sentarme con mi libro de Murakami y un kir royal, mientras esperaba que llegara la hora de acercarme al restaurante (cada noche uno distinto), donde me esperaba una fondue de queso...
Y pasear el sábado a orillas del lago Leman, rodeado de hoteles de 5 estrellas, de carteles de Baume&Mercier, Jaeger-Le-Coultre, otras marcas de relojes de lujo, o carteles de Banca privada, todos los símbolos de Suiza, o sus estereotipos, en un entorno armónico que, por algún motivo, me hacía sonreír y respirar en profundidad.
Quizá me gustaba imaginarme a mi Amor, mucho menos acostumbrada al frío que yo, deambulando por el mismo escenario.
O quizá redescubría el placer de vivir sin expectativas.

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